¿La Unión Soviética, estado sin partido?
Reseña crítica de Alex Miller
El siglo soviético
por Moshe Lewin
Verso 2005
416 páginas
Los medios comerciales y las élites intelectuales capitalistas han promulgado un estereotipo sobre la Unión Soviética: una línea ideológica directa y sin interrupciones lleva del bolchevismo de la revolución de 1917 al totalitarismo del período stalinista (1920-1953), pasa por el período post-stalinista desde 1953 y termina en el colapso del régimen soviético en 1991. Normalmente, se esgrime el estereotipo contra el bolchevismo, y en realidad contra cualquier forma de marxismo revolucionario: se usa el estancamiento y la declinación post-stalinistas, así como las masacres y purgas del período stalinista, para elaborar una reducción al absurdo de las aspiraciones originales de la revolución de 1917.
Los socialistas que hoy tratan de construir una alternativa a esta visión estereotipada tropiezan con varias trampas para osos. Si se acepta la continuidad ideológica entre bolchevismo y stalinismo, la simpatía hacia las aspiraciones de 1917 puede llevar a quitarle importancia a los crímenes monstruosos cometidos en la URSS en nombre del socialismo. Pero al mismo tiempo, cuando se tiene conciencia del abismo gigantesco que separa la sociedad stalinista de la imaginada durante la Revolución de Octubre se puede llegar a la negación de toda continuidad entre los períodos tempranos y tardíos de la historia soviética; el resultado final es una caracterización negativa de la URSS tan abierta como injustificable (según ciertas versiones, solo se trató de una forma de capitalismo de base estatal).
Moshe Lewin, un ex soldado del Ejército Rojo y trabajador koljoziano, propone una visión alternativa al estereotipo e intenta evitar ambas trampas. Nos lleva por las diversas y agudas discontinuidades ideológicas entre bolchevismo y stalinismo que ya presentó en su estudio de 1968, El último combate de Lenin: la confrontación entre Lenin y Stalin en torno a las relaciones entre Rusia y las restantes repúblicas de la URSS, al monopolio estatal del comercio exterior, y a la necesidad de impedir que las restricciones temporarias impuestas al debate político interno del partido bolchevique por las especiales y pasajeras circunstancias de la Nueva Política Económica transformasen al partido en la cáscara vacía de su anterior y vibrante ser.
Lewin detalla los distintos factores que en el período inmediatamente posterior al fin de la guerra civil llevaron a la preponderancia de los estratos burocráticos que constituyeron la base social de la dictadura de Stalin. La supervivencia de la dictadura stalinista de base burocrática era incompatible con la supervivencia de un solo vestigio de bolchevismo; de allí el frenesí de purgas, cuya magnitud delinea Lewin con detalles espectaculares: 3 778 000 arrestos y 786 000 ejecuciones entre 1930 y 1953, incluyendo los que se llevaron a cabo para cumplir con cuotas preasignadas.
No hay el menor intento de lavar las culpas de Stalin y sus esbirros, ni de blanquearlos. Lewin, en realidad, afirma que el propio Stalin hubiera debido ser ejecutado por el daño que causó a la URSS. Escribe en relación a la condena a muerte que -sobre cargos amañados- obtuvo para "la mejor de todas las mentes militares", Tujachevsky: "Estamos tratando con un maniático que rompe un objeto precioso para demostrar que se lo puede romper. Prefirió a Voroshilov, incompetente pero obsequioso, antes que a Tujachevsky y el resto: destruyó así el alto comando militar; fueron errores descomunales. Solo por esta purga merece la pena de muerte"
Lenin rechaza la idea de que la Unión Soviética fuera un ejemplo de sistema de partido único. Propone que más bien habría que describirlo como un "sistema sin partido": "Durante la década del 30, la organización que se autodenominaba 'partido' había perdido su carácter político; se lo había transformado en una red administrativa, donde una jerarquía gobernaba a las bases". En los años finales del régimen, en realidad, el partido se había convertido, literalmente, en "un cadáver".
Tampoco exhibía la URSS rasgos de capitalismo de Estado: ni antes ni después de la muerte de Stalin. En realidad, no era socialista ni capitalista.
No era socialista porque "el socialismo implica la propiedad social de los medios de producción, no la propiedad burocrática. Siempre se lo ha concebido como una profundización de la democracia política, no como su rechazo. Los que siguen hablando del 'socialismo soviético' caen en una verdadera comedia de errores. Supongamos que el socialismo es factible: en ese caso, implicaría la socialización de la economía y la democratización de la vida política. En la Unión Soviética tuvimos propiedad estatal de la economía y burocratización tanto de la vida económica como de la vida política".
Pero tampoco era capitalista. "La propiedad de la economía y otros activos de la nación estaba en manos del Estado, lo cual en la práctica quería decir en manos de la cumbre burocrática". La prueba de que la burocracia no constituía una clase de capitalistas consiste en que la razón de ser del sistema económico que supervisaba no era la conversión de capital en capitales incrementados, sino más bien la continuidad y expansión de los privilegios materiales y consumistas de la burocracia: acceso a "productos y servicios", centros de salud, dachas y alcohol eran los favoritos (por ejemplo, solo entre octubre de 1967 y julio de 1968 una sección de cierto ministerio de gobierno "tragó 350 botellas de coñac, 25 de vodka y 80 de champagne").
Lewin muestra en todo detalle cómo el "laberinto burocrático" en que tenía que vivir la economía de propiedad estatal frenó el desarrollo económico soviético y alentó a un segmento suficientemente amplio de la burocracia de Estado a cambiar sus privilegios de consumo por la oportunidad de obtener ganancias como capitalistas. Es interesante puntualizar que, según él, otra fracción de la burocracia trató de volver al curso socialista pre-stalinista, y cita la aparente disposición de Yuri Andropov para politizar el "partido" creando "libertad de investigación, información y discusión, y sindicatos libres". No se sabe bien si apoyar o no la propuesta de Lewin, según la cual Andropov, al hacerse cargo del poder en 1982, trató de llevar al Partido Comunista de vuelta a algo que pareciera su existencia pre-stalinista, y mucho menos su sugerencia de que si hubiera vivido algo más que un año en el puesto habría tenido éxito.
Pese a decir que la Unión Soviética no era socialista (habría sido mejor caracterizarla como solo parcialmente socialista), Lewin admite tanto los logros como los fracasos del intento de "construir el socialismo en tiempo récord". En especial, la creación de una moderna sociedad urbana cuyos miembros se caracterizaban por un elevado nivel cultural y educativo, a partir de un país de base campesina extremadamente atrasado y devastado completamente por la guerra y la hambruna.
Para Lewin, la URSS poststalinista no puede considerarse una extensión "totalitaria" del stalinismo: era antidemocrática y totalitaria, pero daba a sus ciudadanos cierto grado de "emancipación genuina". Y señala que en la Rusia postsoviética "cada vez menos gente asiste al teatro, a los conciertos, al circo o a las bibliotecas; la lectura de obras literarias y la suscripción a periódicos cae violentamente... El incremento de la carga laboral transformó toda la estructura de uso del tiempo libre. La distracción dominante es la TV, que tiene efectos particularmente deletéreos sobre los chicos que, librados por las tardes a sí mismos, quedan pegados a las bovinas emisiones".
Con los "demócratas" yeltsinistas y similares Lewin es vitriólico: "No les bastó con saquear y despilfarrar la riqueza de la nación; los 'reformadores' montaron también un ataque frontal contra el pasado, que apuntó a su cultura, su identidad y su vitalidad. No se trataba de un enfoque crítico del pasado: era la más grosera ignorancia".
Lewin nos recuerda que entre 1917 y 1922 el sistema soviético salvó a Rusia de la desintegración, que pese a las heridas internas que le infirió Stalin salvó a Europa del dominio nazi durante la Segunda Guerra Mundial y que, "si se usan los criterios de definición de un país desarrollado propios del siglo XX la Rusia soviética presentaba muy buenos resultados en demografía, educación, salud, urbanización y el papel de la ciencia: todo este capital sería despilfarrado por los reformadores descoloridos de la década del 90".
No hay reseña breve que pueda hacerle justicia a este libro. Lewin confirma las grandes líneas del relato de León Trotsky sobre la degeneración de la Revolución de 1917 (La revolución traicionada). Ofrece mucho material original que permite ampliar dicho relato, con inteligencia y equilibrio, hasta los últimos días del régimen soviético. El libro es de lectura obligatoria para quien esté
interesado en la historia -y el futuro- del socialismo.
[Alex Miller, miembro del Partido Socialista Escocés, también forma parte de la Perspectiva Socialista Democrática de la Alianza Socialista Australiana.]